martes, 13 de marzo de 2012


Mis hermanos y hermanas, al final, la muerte llega a toda la humanidad; llega a los ancianos que caminan con paso trémulo; su llamado lo escuchan los que apenas han llegado a alcanzar la mitad de la jornada de la vida, y muchas veces acalla la risa de los niños. La muerte es un hecho del que nadie puede escapar ni negar.

Con frecuencia, la muerte llega como una intrusa; es una enemiga que aparece súbitamente en medio de las festividades de la vida, extinguiendo las luces y la algarabía. La muerte pone su pesada mano sobre nuestros seres queridos y, a veces, suele dejarnos confusos y extrañados. En otras ocasiones, como cuando se trata de prolongados sufrimientos y enfermedades, llega como un ángel de misericordia. Pero casi siempre, la consideramos como la enemiga de la felicidad humana.

Las tinieblas de la muerte siempre se pueden disipar por medio de la luz de la verdad revelada. "Yo soy la resurrección y la vida", dijo el Maestro, "el que cree en mí, aunque esté muerto vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente".

Esa seguridad —sí, incluso esta sagrada confirmación— de que hay vida más allá de la tumba, bien podría proporcionar la paz que el Señor prometió cuando les aseguró a Sus discípulos: "La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo".

De las tinieblas y el horror del Calvario se oyó la voz del Cordero que decía: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu"4. Y las tinieblas se dispersaron, porque Él estaba con Su Padre. Había venido de Dios y a Él había vuelto. Por tanto, aquellos que andan con Dios en este peregrinaje terrenal saben, por bendita experiencia, que Él no abandona a Sus hijos que confían en Él. En la noche de muerte, Su presencia será "más clara que la luz y más segura que un camino conocido".

(Presidente Monson)

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